¿Y quién termina por acostumbrase a la violencia?

Por: Naomi Martínez Carmona

Claudia Mayela, es madre de tres adolescentes. También es esposa y recepcionista en una distribuidora de útiles escolares por mayoreo. Moreliana de nacimiento, tiene 44 años y la mitad de su vida la pasó en Tamaulipas, uno de los estados más peligrosos de México, de los que el narcotráfico ha penetrado hasta la médula, desde hace años ha sido región disputada entre dos de los grupos delincuenciales más peligrosos y violentos: Los Zetas y El Cártel del Golfo, rivalidad que a su paso ha dejado miles de muertos y familias atemorizadas.

Claudia Mayela vive en Altamira, municipio donde los 36 grados de calor diario te extirpan el sudor de la frente. Por su cercanía con el mar (a 30 minutos de las playas de Tampico) es posible que la arena entre en tus zapatos mientras caminas por sus calles.

Altamira es una ciudad de avenidas anchas y muy largas, casi siempre limpias y con pequeños bulevares de palmeras refrescantes. Está rodeada de paisajes que pese al calor se mantienen verdes. Y si pones atención, encontrarás de vez en cuando algunos oasis diminutos.

Altamira es hermoso… cuando no hay ráfagas de balas, dice Mayela, “no hay que esperar a la noche, a plena luz del día los narcos se matan entre ellos”.

Mayela asegura que el miedo se ha vuelto una costumbre: no salir de noche, respetar el “toque de queda” que los mismos criminales han decretado, no confiar en muchas personas, evitar las balaceras que se escuchan a lo lejos o cerca de su casa, pero eso sí, “los cuernos se escuchan todos los días, ya es costumbre”.

El esposo de Claudia Mayela es un ingeniero civil de profesión que logró con años y esfuerzo crear un negocio para distribuir productos de construcción, permuta con la que ella y su familia, han logrado tener una buena vida, sin embargo, dice, es perjudicial en ocasiones.

“Tenemos buenos carros, una buena casa, no padecemos económicamente, mis hijos están en las escuelas que ellos quieren, pero los narcos creen que escondemos algo. Ellos piensan que uno no se puede ganar el dinero y hacerse de sus cosas sin estar metido en todos esos rollos”.

Al esposo de Mayela lo han intentado secuestrar en dos ocasiones, en ambas, escapó. Ella se negó a explicar cómo pudo lograrlo.

Su cuñado –quien es empleado de su marido- no tuvo tanta suerte. Lo secuestraron cuando salía de un restaurante de mariscos. Tres sujetos en una camioneta blanca lo esperaban, le taparon la cabeza con un abrigo oscuro para después golpearlo en la nuca, dejándolo inconsciente. Lo subieron al vehículo y arrancaron a toda velocidad. Aunque había gente observando el levantón, nadie se atrevió a hacer algo.

Después de dos semanas y 450 mil pesos su cuñado regresó, golpeado, con la cara aún hinchada, sucio, con moretones por todo el cuerpo, un brazo dislocado y con un navajazo en la espalda que se le había infectado. El propósito del secuestro era para indagar sobre las actividades del esposo de Mayela.

Ella dice que ni en los propios policías federales se puede confiar. Describe que en las largas avenidas de Altamira, de vez en cuando aparecen bolsas grandes de basura en las cuales, aparecen restos de cuerpos, desmembrados o enteros. En una ocasión vio a los mismos federales dejar esas bolsas y después irse como si nada.

“Yo sólo me hice de la vista gorda. ¿Qué más podía hacer? Aquí, quien denuncia amanece muerto”.

Los delincuentes hacen transacciones con luz de día: intercambian mercancías y dinero sin que nadie pueda decir nada. Nadie dice nada porque todos tienen miedo.

Así se vive en el norte, en Tamaulipas, un estado por de más inseguro para la gente inocente como Claudia Mayela, quien dice le gustaría vivir en otro lado, pero no puede dejar a su familia e irse levantaría sospechas.

“¿Qué te digo? Así es como vivimos aquí, el chiste es acostumbrarse, aunque la verdad es que nunca terminas por acostumbrarte a la violencia”.

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