Morelos en un billete de cincuenta

Por: Antonio Monter Rodríguez

Morelos

Morelos, señas particulares para el encuentro furtivo bajo una estatua ecuestre, humores rancios para el discurso de un político, un estadio para cuarenta y mil quinientas vociferaciones, una avenida por donde deambulan las piernas femeninas más selectas, una colonia sin hirsuto abolengo, un taller mecánico, una pollería, un billete que presagia la carestía de la enflaquecida canasta básica.

Ay, Morelos, mira nomás qué andabas escribiendo en aquel 1810: “hago público y notorio a todos los moradores de esta América el establecimiento del nuevo gobierno por el cual a excepción de los europeos todos los demás avisamos, no se nombran en calidades de indios, mulatos ni castas, sino generalmente americanos”. Y eso, Morelos, signaba tu noción de una patria homogénea y sin misericordia contra los nombramientos de abolengo y los derechos sanguíneos.

Algunos han pretendido reducir tu guerra a la sinrazón espontánea y precipitada, a los argumentos que ilustrarían una supuesta falta de cultura que te diferenciaba del cura de Dolores y de la cual tú estabas conciente. “Yo soy ignorante y quiero decir lo que está en mi corazón”, eso le dijiste a Andrés Quintana Roo en la víspera de la instalación del Congreso en Chilpancingo.

Y tal vez, Morelos, con ese corazón parlanchín decidiste confesar tu obsesión revolucionaria ante Miguel Hidalgo y Costilla y obtener una comisión militar en pro de la causa insurgente. Con el sístole levantaste un ejército de 3 mil hombres dispuestos y con el diástole redactaste el guión de un episodio brillante en la guerra por la independencia: el sitio de Cuautla, esa jugada militar del general Félix María Calleja que dejó a tus tropas confinadas en el centro de un cerco militar. La resistencia de los tuyos se prolongó del 19 de febrero al 2 de mayo del 1812.

72 días en que la estructura virreinal de Francisco Xavier Venegas se acalambró y profirió voces de inusitada extrañeza: “preveo que levantar el sitio de Cuautla es soltar los diques a la insurrección, que cundirá con espantosa celeridad; pero preveo también que de mantenerle se arruina infaliblemente el ejército, único apoyo del Gobierno y de los hombres honrados…”.

Y como no, si por las noches, a los soldados realistas se les aparecía la figura de un hombre con paliacate que hacía retumbar cientos de tambores, para no darles tregua en el dormir y mantenerlos en inescrutable vigilia. Tus ánimos de caudillo fueron reconocidos por esos enemigos que observaron en ti un “espíritu verdaderamente revolucionario y emprendedor”. Sí, Morelos, le rompiste el perímetro táctico a Calleja, al más enconado enemigo de rebeldes alzados como tú. Y aunque perdiste insustituibles hombres a la altura de Leonardo Bravo, como en todas tus batallas épicas, quedo demostrado que lo tuyo no era el despilfarro, sino la estrategia.

Trazaste una campaña guerrillera a través de la Nueva España para sostener entramados neurálgicos con los autonomistas clandestinos urbanos. Tus lugartenientes se concentraron en cortar las líneas de comunicación de la capital y conseguir el dominio del sur. Si bien, los contrainsurgentes mantenían el control de de las ciudades y los pueblos, tu gente intervenía en las zonas rurales con sus fuerzas dispersas y móviles.

En junio de 1813 convocaste a elecciones en aquellos territorios dominados por los insurgentes, traías la obsesión de un congreso que se efectuaría durante septiembre en la pequeña y fácilmente defendible población de Chilpancingo. Los electores debían ser “americanos de probidad, educación, patriotismo y, de preferencia, nativos de la provincia”.

Se eligieron 80 miembros y tú expediste un reglamento que supeditaba a ese organismo recién creado, a la potestad que te confería tu autoridad suprema de generalísimo del ejército y ejecutivo en jefe. Nacieron tus 23 principios que llamaste Sentimientos de la Nación e intentaste forjar una incipiente, pero a la vez eximia organización de lo que todavía no tenía forma de gobierno y que nombraste independencia de la América Septentrional.

Sin embargo, las leyes y las armas no llegaron a entenderse y las diferencias asomaron entre los militares insurgentes. El movimiento perdió cohesión, sobrevino el desacato y fuiste perdiendo prestigio militar. El breve periodo de dominio civil terminó cuando los soldados realistas amenazaron Chilpancingo y los legisladores insurgentes que te dieron la espalda a ti y a tus sentimientos, se vieron obligados a huir.

Despojado de tu autoridad suprema, el Santo Oficio te procesó por “hereje materialista y deísta y traidor de lesa majestad divina y humana”; te juzgaron enemigo cruel condenado al destierro perpetuo. Morelos y Pavón sin oficio ni beneficio eclesiástico, inhabilitado, con tres hijos declarados irregulares por tu grado sacerdotal, incursos en las penas de infamia y demás que imponen los cánones y las leyes a los descendientes de los herejes.

Mira nada más, Morelos, mira nada más tu figura de caudillo irremediable, juzgado, derrotado, excomulgado, en la ruta de la pena de muerte una vez hecho prisionero; querían tu cabeza separada del cuerpo y la mutilación de tu mano derecha para exponer ambas en la plaza pública. Tus despojos entre las miradas. El fallo fue clemente, solamente fuiste fusilado en San Cristóbal Ecatepec el 22 de diciembre de 1815. Tu carácter sacerdotal te salvaría de la mutilación post mortem.

José María Morelos y Pavón, ¿en qué pensabas cuando ordenaste por primera vez acuñar monedas de cobre? ¿En verdad considerabas que podrían ser equivalentes a las promesas de pago en oro y plata cuando tu revolución triunfara? ¿Tu monograma en el anverso significaría algo más que un futuro numismático en una economía desangelada?

Sí Morelos, que de tu M estilizada en cobre, saltaste un siglo después a los billetes de 500 pesos cuando ya representabas la integra conservación de la igualdad en los textos oficiales, la seguridad, la propiedad, la libertad, la rima de esos cuatro sentimientos tuyos, tramados en la nostalgia de una nación inexistente, acomodaticia para los usos y los beneficios oficiales.

Ya no hace falta saber que tu rostro puede ser el de aquellos que nombraste americanos, libres de origen racial: indios, mulatos o mestizos. Ya no hace falta un paliacate amarrado a la cabeza para demostrar que la prosperidad es hija legítima de la justicia. Ya no hace falta montar un caballo para ejemplificar la mexicanidad ranchera, viril, ruda, enteramente de postal.

Un billete, un Morelos, Cincuenta pesos, una jornada laboral, un salario mínimo, dos cajetillas de cigarros,  una copa de tequila en cualquier cantina, cinco kilos de tortillas, diez viajes en transporte público, dos garrafones de agua, cinco litros de leche, saldo para veinte minutos de llamadas telefónicas, dos películas pirata, una mediana bandera en recuerdo pleno de tu guerra. Guerra, Guerra, sin tregua al que intente…

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