¿Viejitos jugando dominó? El olvido, la indiferencia

Por: Adrián Saturnino Bucio Huerta

Y SIENTO RABIA, AHORA TODO TIENE SENTIDO, yo también sé pensar en mayúsculas…

Tomé aquella verdura con mis manos, la pasé de una a otra, está caliente… la estrujé. Palpé su gruesa textura, su corteza repleta de grietas. Su piel estaba endurecida por los estragos del tiempo. Esos de ahí parecían callos. Estos de acá, agujeros. Fruto incomible, con lama, con cieno. Ni siquiera me atreví a ver, sentí rabia. Olí su fétido aroma, el viento lo acarreaba contra mi nariz, y yo sentía rabia. Mi estómago se revolcaba y luchaba en un mar de jugos gástricos. Y vomitaba y regurgitaba mientras yo… sentía rabia.

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Albergue para indigentes

Estoy en un lugar extraño, inusual, escaso. De fuera parece inhabitado, sin vida. Los viejos muros asoman aberturas producidas por el desgaste; resquicios llenos de polvo, de tierra que se queda quieta, inmóvil. Pero la inscripción en las paredes aparenta ser inmune al deterioro: “Albergue para Indigentes del Cristo Abandonado”.

Me acerco. Mis pisadas truenan en el suelo. Miro ¿Qué es eso de allá? Parece ropa, una montaña de prendas. Están apiladas contra una esquina, ven pasar a la gente, hechas montón. Son columpiadas sutilmente por el viento, las desliza de izquierda a derecha, las mece. Quizá alguien las olvidó en la calle. O tal vez las donaron, yo qué sé.

Entro y una melodía interrumpe la tenue atmósfera. Notas dulces y suaves, que arrullan el cuerpo, que lo aflojan como si flotara. Y yo deambulo. Camino por un angosto pasillo que parece no tener fin. Y escucho. Doy un paso largo, y otro y otro y otro. Me canso. Logro llegar al final y entonces mi percepción se modifica. Por fin veo personas.

Me encuentro en el comedor en la hora de comer. Los miro a ellos, no a sus platos; ahí están, sentados. Personas flacas de recursos, hambrientos de un mejor país; mendigos que piden, no dinero, sino dignidad. ¿Por qué demonios no observé los platos? No lo sé. Los de aquella esquina me sonríen, dejan entrever sus dientes chimuelos mientras el caldo de verduras les escurre por la barbilla. Estos de por acá le ponen atención al señor que toca la guitarra y que canta una melodía dulce y suave, y que afloja el cuerpo como si flotara.

Hay un hervidero de gente. Tres mesas parecen no ser suficientes para todos los internos. Ellos platican entre el mar de sonidos, entre el mercado de voces. Hay conversaciones que no logran hilar correctamente las palabras, pero ellos se entienden. Tartamudean: Y-O, F-R-I-J-O-L-E-S, G-U-E-N-OS, A-CE-DOD-DDO-SO-SS, OS, DOS. No entiendo nada, tal vez eligen letras al azar.

3

Sus platos no se vacían. ¿Por qué no los vi? Alguno que otro ni siquiera prueba los bocadillos, “debe ser por la plática”, pensé. Uno de ellos me observa desde su silla de ruedas, parece furioso, como si mi persona le causara un malestar estomacal. Su boca tiembla como gelatina, quizá está a punto de hacer una rabieta. Sus ojos saltones, como aceitunas. Y me ve… con recelo.

Se acerca a mí el de la guitarra.

-Hola, yo soy el encargado del lugar. ¿Qué se te ofrece?

-¿Siempre les cantas?

-Sí, a la hora de la comida. A veces pienso que los relaja.

-¿Cómo lo sabes?

-No lo sé. Solo lo hago. ¿Vienes de visita?

-Sí.

Me dispongo a pasar al patio que está después del comedor. Al lado mío va el encargado. De pronto, una mano toma mi antebrazo y detiene mi andar. Volteo. Es el de ojos saltones que me para en seco con sus dedos anchos. Abre sus secos labios, está enojado, dice en mayúsculas:

-¿TÚ ERES EL DEL PERIÓDICO?

-¿Quién?

-Sí, tú ERES. El que vino el otro día. El dizque REPORTERO.

-Yo no soy.

-Oooooh, perdón. Entonces me equivoqué.

-¿Ya han venido de algún periódico?, le pregunto.

Se queda observando a la nada, al vacío. Segundos después contesta, grita:

-SI. VINO UN REPORTERO. PERO SOLO LE TOMÓ FOTO A LOS QUE JUGABAN DOMINÓ. Y LE PUSO “VIEJITOS JUEGAN DOMINÓ”. Y ya nunca regresó. Ni la mano nos quiso DAR.

Una sonrisa de tristeza le brota de los labios, debe ser la señal de bienvenido, continúa, ándale.

Prosigo.

Estoy en el patio. El sol muerde las paredes de alrededor, las cubre con una cobija amarilla de luminosidad. Los pajarillos cantan y reposan en las ramas de un árbol que se ubica en medio de todo, nos brinda sombra.

-Aquí albergamos a personas sin recursos. Esta gente no tiene para subsistir. La caridad es lo único que les ayuda.

-¿Y si alcanza para todos?

-Sí. A veces hasta nos sobra. Gracias a Dios, la gente da mucho. Es por eso que en la entrada tenemos una pila de ropa tirada en el suelo. Esas prendas ya no las necesitamos, así que las dejamos afuera por si alguien las ocupa.

Flashback a la montaña de prendas.

Los cuartos son grises, sin color. En la entrada, un olor a orines se alcanza a vislumbrar. “Es el perfume” me dice el encargado, con una risa ligera dibujada en sus cachetes. Debe haber percibido mi rostro, observado mis líneas de expresión. Olor que te aborda, que te repele; se pasea por todas las esquinas, errabundo sin detenerse.

Allí en el patio, cerca de la mesa donde los indigentes juegan dominó y apuestan sus limosnas del día; junto a la tumba grupal que acoge las cenizas de los fallecidos; a lado del voluntario que barre las hojas empujadas por el viento; contiguos al árbol proveedor de sombra, reposan tres internos. Todos grandes en edad. Hablan, discuten. Luego de un rato, me acerco.

El primero, un hombre mediano de cuerpo y como de 70 años. Bigote largo, extendido cual brocha. La de en medio, una mujer grande y de piel gruesa. Su nombre es Lupita. Sus cuencas oculares están sumidas, hundidas en la profundidad de su semblante. Y por último, Don Pepe. Señor de complexión delgada, con apenas unos cuantos pelos canudos en su cabeza.

-Yo antes hacía frijoles –me dice Don Pepe.

-Y él los hacía bien buenos, no se comparan con… ¿A ti te gustan los frijoles?

-Sí, Doña Lupita, contesto.

-Pa’ que veas, a ti sí te los hacen bien. Con cariño. Con ganas.

El del bigote tartamudea, interrumpe constantemente:

-AA-CC-EEDOODOD-SSO, ACE-ACE-ASDOS.

-¿Qué es lo que dice? –pregunto.

-Si usted supiera –dice Doña Lupita.

-¡Todo el tiempo!, bien buenos… los cosechaba, los limpiaba, los cosía, a veces los machacaba ¡Chuladas de frijoles hacía yo! Como se me antojan. ¿O a usted no Lupita?

-Sí, ya ni me digas. Porque últimamente me he enfermado del estómago. Hay que dolores estoy pasando. Hay que dolores. Imagínese joven, pobres y todavía enfermos del estómago.

– AA-CC-EEDOODOD-SSO, ACE-ACE-ASDOS.

No comprendo nada.

Me despido. Los tres me dan la mano. Y yo, voy sin entender nada de lo que me habían hablado, no dialogaban con claridad. Pienso: “Debe ser la edad”. Me dirijo a la puerta de salida, cuando un interno me detiene. Me ofrece uno de los chayotes que él come. Lo tomo y de inmediato lo bailo entre mis manos, está caliente.

2

Salgo, y me dispongo a morderlo. Pero algo me detiene, algo no está bien. Al revisar aquel chayote descubro la pútrida verdad. La conversación con Don Pepe y Doña Lupita cobra significado. ¿Por qué no miré los platos? El tartamudo me lo advirtió, y fue muy claro: “ACEDO, ACEDOOOOOOOOOOOS”.

Y siento rabia, ahora todo tiene sentido…

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